Las heridas abiertas de la lucha libre mexicana
Alejados de los años de gloria, cinco excombatientes
afrontan la vejez con enormes secuelas físicas y en el olvido
- Diario El País, México, 21 de Septiembre del 2019:
Súper Muñeco camina como si cargara piedras en una mochila
invisible. El cartílago de sus rodillas está desgastado. Perdió la visión en
uno de sus ojos al estrellarse contra un muro hace unos años. Tiene una
protuberancia en el brazo derecho porque se dislocó el radio. Es la resaca
física que dejan 35 años dedicados a la lucha libre mexicana. Pero detrás de su
tierna máscara de payaso, hay un atleta que no está dispuesto a retirarse.
“Solo Dios sabe hasta dónde te corta la luz. Cuando dice: ‘Hasta aquí”, explica
este luchador de 57 años mientras se acomoda la careta en la que se dibuja una
sonrisa perpetua.
Los luchadores mexicanos son héroes de barrio, ídolos para
el pueblo. Audaces guerreros, con identidades de fantasía, capaces de soportar
el dolor y los vituperios del combate, al mismo tiempo que se bañan en las
ovaciones de su público. Se trata de un deporte con tintes teatrales, declarado
patrimonio cultural intangible de Ciudad de México y que este sábado celebra su
día conmemorativo. La lucha libre es una disciplina deportiva de alto riesgo
con movimientos ensayados en los que los gladiadores pueden exagerar sus
golpes.
“Nuestra profesión es el arte de defenderse y atacar con
llaves y azotones”, opina Tony Salazar, un luchador ya retirado de 70 años que
vive desde hace tiempo con la clavícula izquierda dislocada. Su cadencia al
caminar es similar a la de Súper Muñeco y, en realidad, a la de la mayoría de
luchadores que se han alejado de la rutina frenética del ring.
“Iba a luchar y me
quería matar. Me decían El Suicida en los años ochenta. Me aventaba y no me
importaba lastimarme. La lucha libre es muy dura. Pero ahora no me quiero
morir, quiero vivir más”, cuenta Súper Muñeco sentado al filo de un viejo ring
de lucha libre en un añejo gimnasio de la zona de comercio conocida como La
Merced, en Ciudad de México. Su vocación de kamikaze se debió a una ruptura
amorosa. Ahora enseña todos los días a jóvenes luchadores sus movimientos más
laureados. Tras más de tres décadas dedicadas al combate, reconoce que lloraba
cuando veía a su padre, también luchador, golpearse con su contrincante sobre
el ring.
En el Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL), una de las
principales empresas mexicanas, todos los luchadores deben someterse a exámenes
médicos antes de subir al cuadrilátero. Súper Muñeco evita ir al doctor, a
pesar de las punzadas que siente en las rodillas y la espalda. “Un día fui al
médico para revisarme la rodilla derecha. ‘Hay que operar inmediatamente’, me
dijo, pero ¡me estaba revisando la izquierda!”, cuenta este luchador
especialmente querido por los niños.
“Compra un reloj, el más resistente contra golpes y pégale.
Va a llegar el día en el que se va a descomponer. Con el cuerpo humano ocurre
lo mismo. La mayoría de los luchadores retirados sufrimos de lumbalgia [dolores
en la espalda baja]. Los azotones provocan que se descuadre la cadera, se van
saliendo de su lugar las vértebras. La columna vertebral tiene una curva,
nosotros la tenemos recta”, dice Salazar. Sus manos sufren las consecuencias de
una artritis inflamatoria que le ha dejado unos bultos redondeados en sus
nudillos. “Es cuestión de operar pero no he querido hacerlo porque varios
doctores me han dicho que en la intervención podría quedar dañado un tendón,
perder la fuerza y quedarme con la mano engarrotada”, dice antes de agitar con
violencia las butacas de la emblemática Arena México para mostrar que todavía
tiene movilidad en sus manos.
En 1982, el combatiente Karma se lanzó desde el ring hacia
los asientos de primera fila. Su rival debía atraparlo en el aire, pero esto
nunca sucedió y acabó estampándose contra las butacas. “Tuve una fractura en la
espina dorsal. A gatas subí a mi coche”, narra. “No me operaron porque suponía quedarme
en silla de ruedas, así que unos quiroprácticos me acomodaron”. Dos de sus
nietos, de 25 y 20 años, continúan su legado en el cuadrilátero.
Uno de los preceptos que todo luchador conoce es que si sube
al ring, quizá nunca baje. “Morir haciendo lo que amas es una muerte
sensacional”, reflexiona Salazar. En 2015, el Hijo del Perro Aguayo recibió un
golpe en las cervicales que le provocó un paro respiratorio. Un instante
después falleció. Su caso cimbró al gremio. Los congresistas mexicanos buscaron
crear una ley para amparar a los luchadores cuando se retiren, evitar los
abusos de los promotores que coordinan las luchas y otorgarles el derecho a un
servicio médico. El intento de ley nunca vio la luz. Pero las muertes
continúan: en mayo, Silver King sufrió un paro fulminante durante un combate y
hace unos meses Perro Aguayo padre murió de un infarto.
Desde hace una década, los luchadores no tienen un sindicato
nacional, solo lo poseen si forman parte de empresas como el CMLL. Los
profesionales que lo sufren son los que pelean en los circuitos independientes
como Fidel Alonso, que lucha en Monterrey. Es un freelance del dolor. A sus 32
años tiene suturas en la mayor parte de su cuerpo. Trabaja en la lucha extrema
donde se utilizan púas, tachuelas y vidrios para combatir. Hace cuatro años
estuvo a punto de morir desangrado después de que un golpe con una lámpara le
hiciera un corte en el brazo derecho. “Fueron 28 puntadas. También me han
cosido la frente, tengo siete puntadas, una cortada en el párpado izquierdo. Mi
cuerpo está todo remendado”, narra.
Ninguna agencia de seguros de vida respalda a los
luchadores, dice Salazar, que tuvo que retirarse tras sufrir un infarto al
miocardio. “Cada luchador ve por sí mismo. Hay mucha envidia”, explica Súper
Muñeco. “Nadie sabe que me retiré, solo saben que desaparecí”, dice Karma, de
92 años.
KeMonito, un luchador que mide 80 centímetros, llega en
silla de ruedas a la Arena. Puede caminar, pero la usa como una terapia para
reducir el impacto a sus rodillas. “Las caídas para mí representan el doble”,
cuenta el hombre de 57 años detrás de una máscara de un chimpancé azul. Su
función en la lucha, enfatiza, fue la de compañero o mascota de otro luchador
de época, Tinieblas. No debía pelear, solo ser su acompañante. “En una lucha vi
que tiraban a un rudo y le agarraban las manos. Con la emoción le di unas
patadas voladoras. No lo hubiera hecho... Así empezó todo”, cuenta. Sus rivales
no tuvieron reparo en golpearle y lanzarle por los aires.
“Sobre el ring no oyes a la gente. Date cuenta, es un sonido
similar al de un panal de abejas gigante”, ejemplifica Salazar sobre el momento
cumbre de la lucha libre. A su alrededor están los asientos vacíos y un
penetrante olor a cerveza vieja. El piso está pegajoso. Los luchadores,
veteranos de esta guerra cargada de ficción y de lesiones, aún escuchan ese
zumbido. Y lo extrañan.